Liana Taillefer decidió concederle algo más de interés; las acciones Corso experimentaban una nueva subida, moderada, en la bolsa local. Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo arrugado. Sin ellas su aspecto era más vulnerable, y lo sabía de sobra. Todo el mundo experimentaba la necesidad de ayudarle a cruzar la calle cuando entornaba los ojos como un conejito miope.
– Ése es su trabajo? – preguntó ela -. ¿Autentificar manuscritos?
Hizo un vago gesto afirmativo. La viuda estaba un poco desenfocada ante sus ojos, insólitamente más próxima.
– A veces. También busco libros raros, grabados y cosas por el estilo. Cobro por ello.
– ¿Cuánto cobra?
– Depende – se puso las gafas, y los contornos de la mujer se perfilaron de nuevo, nítidos, en su retina-. A veces mucho y otras poco; el mercado tiente sus altibajos.
– Una especie de detective, ¿no? – aventuró ella, en tono divertido -. Un detective de libros.
Era el momento de sonreír. Lo hizo mostrando los incisivos, con una modestia calculada al milímetro. Adóptenme en el acto, decía son sonrisa.
El Club Dumas, Arturo Pérez-Reverte