El sol había salido y secaba el empedrado de la plaza de España. Los vendedores descorrían los toldos de sus puestos de flores y algunos turistas empezaban a sentarse en los peldaños, todavía húmedos, que ascendían hasta Trinità dei Monti. Quart escoltó al arzebispo escaleras arriba, deslumbrado por el reverbero de la luz en la plaza; una luz romana, intensa, optimista como un buen augurio. A medio camino, una joven extranjera con mochila, tejanos y camiseta a rayas azules, sentada en un escalón, le hizo una foto cuando los dos sacerdotes llegaron a su altura: un flash y una sonrisa. Monseñor Spada se volvió a medias, entre irritado e irónico:
– ¿Sabe una cosa, padre Quart? Es demasiado guapo para ser un cura. Habría que estar loco para nombrarlo párroco de un convento de monjas.
– Lo siento, Monseñor.
– No lo sienta, porque no es culpa suya. Pero reconozco que me fastidia un poco. ¿Cómo se las arregla?… Me refiero a mantener a raya la tentación, ya sabe. La mujer como invención del Maligno y todo eso.
Quart se echó a reír:
– Oración y duchas frías, Ilustrísima.
– Debí imaginarlo. Siempre fiel al reglamento, ¿verdad?… ¿No le aburre ser siempre, además, tan comedido y tan buen chico?
– La pregunta es capciosa, Monseñor. Responderla implica aceptar la proposición mayor.
Paolo Spada lo miró unos instantes de reojo y por fin hizo un gesto aprobador:
– De acuerdo. Usted gana. Su virtud ha vuelto a superar el examen, pero no pierdo la esperanza. Un día lo atraparé.
– Naturalmente, Monseñor. Por mis innumerables pecados.
– Cierre el pico. Es una orden.
– Como mande Su Reverencia.
La Piel del Tambor, Arturo Pérez-Reverte